Otro gran problema de estos tiempos, otro desafío que debemos afrontar con decisión e inteligencia para darle una solución duradera y realista. El despoblamiento rural, que lleva ya unos años afectando a amplias zonas de España, es un problema demográfico de primera magnitud y también lo es desde el punto de vista de la conservación del medio ambiente y de la necesaria recuperación de zonas que han caído, o están próximas a hacerlo, en la matorralización del terreno y desaparición de pastos debido al abandono de la actividad del pastoreo, de la ganadería extensiva y de la falta de limpieza de los montes.
De forma indirecta, la despoblación de las zonas rurales y las actuaciones que se emprendan para darle solución afectarán indudablemente a la tasa de natalidad en nuestro país. Los efectos perniciosos de este problema demográfico sobre los servicios básicos en las zonas rurales afectadas, además de producir un efecto salida hacia las grandes poblaciones, influye negativamente en la percepción que tiene la escasa población joven sobre la oportunidad y conveniencia de tomar la decisión de tener hijos. Porque, al fin y al cabo, lo que se está produciendo en las denominadas zonas “rurales profundas” y “rurales estancadas”[1] es la escasez y lejanía de los servicios, que han venido a consecuencia de la escasa masa crítica de población en esas zonas, sin olvidar las consecuencias de los recortes producidos por los ajustes presupuestarios que llegaron con la crisis económica de 2008. Todo ello ha ido conduciendo, inexorablemente, al abandono de pequeñas y medianas poblaciones, al envejecimiento de su población, a la desvitalización de la zona y la desestructuración social. Este fenómeno no es exclusivo de nuestra nación, pero nos afecta en mayor medida que a la mayoría de los países del sur de Europa (Mapa 1) y a algunos otros del resto del continente.
[1] Según Fernando Molinero Hernando de la Universidad de Valladolid las zonas rurales estancadas son aquellas cuya densidad despoblación está entre 5 y 15 hab./km2 y que está en retroceso y las zonas rurales profundas las que tienen una densidad de menos de 5 hab./km2 y que van a menos.

En las zonas que he mencionado, rural profunda y estancada, la densidad de población no ha sido nunca muy elevada. Y el hecho viene de lejos, los dos imperios que mayor influencia han tenido en España, el romano y el árabe, dominaron el territorio desde las ciudades y núcleos de población importantes, dejando entre ellos grandes espacios escasamente poblados y dedicados al abastecimiento de aquellos. En esos espacios se distribuían pequeñas poblaciones poco habitadas que no eran prácticamente consideradas en su esquema de civilización. Lo importante para ellos era la ciudad, su diseño urbanístico, las edificaciones públicas, las casas de sus habitantes, la ingeniería sanitaria y su defensa.
Aquella distribución poblacional pervivió posteriormente, de tal manera que, en España, antes y después de la unificación de los diferentes reinos, la mayor parte de la población vivía en urbes de cierta importancia y en sus aledaños y entre ellas las pequeñas poblaciones y los extensos territorios contaban con una baja densidad de población.

Esa situación se seguía dando en 1900, en esas zonas del interior de España no se superaba una densidad de 20 hab./km2 (Mapa 2 – a los datos ofrecidos en este mapa habría que desagregar la población de ámbito urbano de cada provincia para tener una idea más aproximada de la realidad en el ámbito rural-), pero lo importante, lo que hacía la vida posible en ellas era que había una economía sostenible basada en una agricultura y ganadería tradicional enmarcadas en un mercado diversificado que abarcaba, además de las zonas rurales antes mencionadas, las denominadas zonas “rurales intermedias” y “dinámicas”[1], que constituían juntas un conjunto rural que contaba con manufacturas y artesanía, además de disponer de unos servicios básicos de proximidad.
[1] “Zona rural intermedia” es la cuenta con una densidad de población de entre 15 y 25 hab./km2 y “zona rural dinámica es la que su densidad e población es entre 25 y 50 % hab./km2.
Y toda esa red de poblaciones, más o menos habitadas y separadas, orbitaba alrededor de una cabecera comarcal[1] que añadía a las posibilidades económicas antes indicadas una mayor diversificación económica y unos servicios que cubrían las propias necesidades y asistían a su comarca. En el estudio “Algunas consideraciones acerca de la evolución de la población rural en España en el siglo XIX” de Pilar Erdozáin Azpilicueta y Fernando Mikelarena Peña[2], se afirma que los ganaderos y campesinos, a mediados del siglo XIX, no dependían solamente de sus labores agrarias y ganaderas, sino que recurrían a la pluriactividad, para captar ingresos y alimentos en actividades vinculadas con la artesanía o la industria dispersa, con el monte o con los servicios.
Todo ello propiciaba una situación demográfica más o menos estable. Pero esta pluriactividad entró en declive a mediados de siglo XIX, a causa de la crisis que afectó a las diversas actividades industriales tradicionales de las zonas rurales, el “languidecimiento de la arriería y de la carretería” debido a la expansión del ferrocarril y la pérdida de derechos sobre montes y bosques comunales debida a la desamortización y enajenación de monte público y a las masivas privatizaciones y adjudicaciones en subasta que siguieron.
La industrialización que amenazaba a la industria artesanal y dispersa se produjo con un marcado carácter de polarización espacial y también sectorial, ejemplo de ello fue la concentración de la fabricación textil en Cataluña y de la consiguiente desubicación de otros lugares del resto de España, afectando negativamente a tejedores a tiempo completo y a campesinos-tejedores empleados a tiempo parcial en aquellas industrias de carácter artesanal. Entonces comenzó una migración de cierta consideración desde las zonas rurales hacia las capitales de provincia, comenzando también entonces una emigración aun reducida hacia el extranjero, básicamente a ultramar. Esta emigración, al ser mayoritariamente de hombres jóvenes, producía una disminución de la nupcialidad o, cuando menos, un retraso de los matrimonios y consecuentemente una disminución de la natalidad y de la densidad de población rural.
Al efecto de la industrialización espacialmente polarizada se sumaron las consecuencias que vendrían derivadas de la crisis agraria finisecular[3]. A pesar de todo ello persistía un frágil equilibrio demográfico en las zonas rurales, sobre todo gracias a la transición demográfica”[4].
En definitiva, la distribución poblacional en la España interior siempre ha sido muy heterogénea, coexistiendo los núcleos urbanos de alta densidad de población con grandes extensiones de terreno de baja densidad entre aquellos. Las características urbanísticas de las pequeñas poblaciones también han sido siempre muy heterogéneas, dependiendo de la zona a la que pertenecían. Morfológicamente hablando nada tienen que ver los pueblos de la meseta castellana con los de Galicia o Asturias, ni los de Extremadura o las tierras de secano de Zaragoza con los del Pirineo o la cordillera Ibérica. Sólo estas dos características que hoy día persisten hacen que la geografía española sea tan diferente de la mayor parte de los países europeos. Es cierto que hay regiones europeas con bajas densidades de población, por ejemplo, en Suecia o Finlandia, que Irlanda es una nación con menor densidad de población que España, pero sólo en ésta se dan esas dos características de forma simultánea y en tan alto grado, a lo largo y ancho de las zonas rurales profundas, estancadas e intermedias que suponen aproximadamente el 77 % del territorio[5]. Esta situación afecta indudablemente a la eficiencia de los servicios públicos que las administraciones deben proveer, a la vida social y cultural y al desarrollo económico en esas zonas. Si observamos la geografía de Francia, Alemania, Holanda, Bélgica, Austria y otros países, con los que nos podemos comparar en otros muchos aspectos sin menoscabo de nuestro orgullo, observamos que sus poblaciones están más distribuidas en el territorio de forma más homogénea, de hecho, en muchos recorridos por sus carreteras, vemos que prácticamente se puede pasar de uno a otro pueblo casi sin notarlo y sus casas también están más esparcidas en los términos municipales. Es decir que, excepto en esos barrios de las ciudades que concentran una mayor producción industrial y actividad económica, en los que se eleva exageradamente la densidad de población a base concentración de edificaciones baratas para los obreros, la población está más homogéneamente distribuida y, además, la densidad de población es superior a la española notablemente (Tabla 1). Y ello facilita no solo la eficiencia de los servicios públicos, sino también la facilidad de establecimiento de relaciones comerciales, sociales y de todo tipo.
¿Podemos cambiar algunas de nuestras características geográficas y demográficas? Es muy difícil, pero creo que sí se puede evitar un empeoramiento. Puede que lo logremos racionalizando la dimensión nuestros municipios y concentrando competencias para que se puedan hacer más eficientes los servicios. También es imprescindible invertir decididamente en iniciativas innovadoras y sostenibles, apostar por las nuevas energías, apoyar a la ganadería y agricultura tradicional para darle una salida económica justa y digna. Y por supuesto es una condición “sine qua non” mejorar las comunicaciones viarias y la conectividad a las redes de alta velocidad para que lo logremos.
Dejaré de soñar y seguiré con la descripción de nuestra situación en los últimos tiempos. En las primeras décadas del siglo XX el proceso de industrialización se aceleró y, a la vez, se polarizó de manera exagerada, por lo menos espacialmente. Con ello se produjo un incremento de la emigración a las ciudades en las que se establecieron los polos de desarrollo industrial.
[1] “Cabecera comarcal” considerada como la población y su término municipal con una densidad de más de 50 hab./km2.
[2] Pilar Erdozáin Azpilicueta y Fernando Mikelarena Peña, “Algunas consideraciones acerca de la evolución de la población rural en España en el siglo XIX”, http://repositori.uji.es/xmlui/bitstream/handle/10234/159432/1996%2C%2012%2C%2091-118.pdf?sequence=1&isAllowed=y
[3] James Simpson, “La crisis agraria de finales del siglo XIX”, Universidad Carlos III 1988. https://core.ac.uk/download/pdf/6246420.pdf
[4] Transición demográfica: “proceso mediante el cual una población pasa, desde una situación de altas tasas de mortalidad y natalidad a otra situación caracterizada por bajas tasas de mortalidad y natalidad”. Revenga Arranz, Estrella. La transición demográfica en España. Revista Española de Investigaciones Sociológicas nº 10. http://reis.cis.es/REIS/PDF/REIS_010_12.pdf
[5] Molinero Hernando, Fernando. Profesor de la Universidad de Valladolid. Fundación de Estudios Rurales. Anuario 2017.
TABLA 1[1]
Países | Población (millones) | Superficie (Km2) | Densidad (hab/ Km2) |
España | 46,4 | 504.645 | 91,9 |
Francia | 64,6 | 551.695 | 117 |
Alemania | 82.7 | 357.021 | 231,6 |
Italia | 61 | 301.336 | 202,4 |
Reino Unido | 63,5 | 242.900 | 261,4 |
[1] Del Molino, Sergio. La España Vacía. Ed. Turner Noema. 13 ª edición. Noviembre 2018. Pag. 41
No obstante, el crecimiento de población urbana aún coexistía con un crecimiento moderado de población rural en algunos casos y en otros con un estancamiento. Pero, como puede observarse en el Gráfico 1, la tendencia general de la población ocupada en el sector primario no ha dejado de disminuir desde el año 1900, excepto en el periodo correspondiente comprendido entre 1925 y 1945. No obstante, por efecto de la transición demográfica, en 1940 el total de la población rural seguía estando en los niveles de 1900. En palabras de Vicente Pinilla y Luis Antonio Sáez, del Centro de Estudios sobre Despoblación y Desarrollo de Áreas Rurales (CEDDAR), “el declive demográfico relativo de las zonas rurales había comenzado, pero no el absoluto. Es decir, la población rural en España había descendido en términos relativos al pasar de representar el 68 % de la población total en 1900 a un 52 % en 1940, pero en términos absolutos aún se había incrementado ligeramente (de 12,5 millones en 1900 a 13,3 en 1940”[1].
El descenso espectacular de población rural española se produce entre 1950 y 1975, en paralelo a un desarrollo económico igualmente espectacular. Tal fue el descenso que la línea continua de caída de la población ocupada en el sector primario (Gráfico 1) no abandonó su tendencia hasta el año 2008, excepto un repunte que se produjo un poco antes (1925), durante y pasada la guerra civil hasta el año 1945. En definitiva, esa situación, pasada ya la crisis, nos ha dejado la realidad de que en el año 2017 la población rural representaba sólo el 18 % de la población total, cuando en los años 50 suponía aún el 39 %. Pero este descenso ha sido muy desigual a lo largo de nuestra geografía, produciéndose en las zonas del interior una pérdida de población del 50 %, mientras que, por ejemplo, en la zona cantábrica se limitaba al 25 %.
Después del 1975, en la década de los 80 el abandono de las zonas rurales fue perdiendo la inercia que había tomado con la industrialización y a partir de entonces esa emigración se ha mantenido en bajos niveles hasta hoy. Una de las razones de esta desaceleración es el hecho de que la emigración rural de los años 1950 a 1975 fue de tal magnitud, produjo un vaciado tan importante de las zonas rurales, que ya había poco de donde sacar, pero además la emigración fue mayoritariamente protagonizada por jóvenes y mujeres, por lo que los efectos en el índice de nupcialidad y la tasa de natalidad dejaron una población envejecida y con escasa motivación para la emigración. Se puede añadir que el compartido protagonismo de las mujeres rurales en aquel éxodo, motivado en buena medida por rebeldía contra su posición de injusta subordinación en la sociedad rural, afectó a la proporción entre mujeres y varones en las zonas afectadas por la emigración, superando el número de varones al de mujeres en un 15 % aproximadamente y por lo tanto afectando a la tasa de natalidad. Por otro lado, no se puede olvidar que la reconversión industrial (ver gráfico 1), que se inició entre 1975 y 1980, provoco sin lugar a duda un frenazo en la migración del campo a la ciudad, aunque no propició el regreso a los pueblos de origen de aquellos emigrantes, pero si dejo un nivel de desempleo considerable en el entorno urbano que desmotivaba a los que aún pudieran considerar la posibilidad de emigrar a la ciudad.
[1] Vicente Pinilla y Luis Antonio Sáez, “LA DESPOBLACIÓN RURAL EN ESPAÑA: GÉNESIS DE UN PROBLEMA Y POLÍTICAS INNOVADORAS, Centro de Estudios sobre Despoblación y Desarrollo de Áreas Rurales (CEDDAR), Informes 2017, http://www.ceddar.org/content/files/articulof_398_01_Informe-SSPA1-2017-2.pdf

Desde los comienzos del presente siglo hasta el comienzo hasta la crisis económica del 2008 el abandono de las zonas rurales, en general, siguió reduciendo su velocidad, pero a esa característica se le unía la importante heterogeneidad de comportamiento según las diferentes zonas de España, que por otra parte estaba ya presente desde los años 60-70. Esa heterogeneidad se traduce en grandes diferencias entre territorios que han estado perdiendo población lentamente como son los casos de la Cordillera Ibérica, el Pirineo, las llanuras salmantinas, zamoranas, palentinas, cacereñas y las zonas próximas a la frontera con Portugal, los Montes de Toledo, Sierra Morena y Prebélicas. Mientras que ese despoblamiento apenas se observaba, o incluso se podía detectar alguna recuperación, en Galicia, Murcia, Alicante, entre otros. En estas últimas zonas, en las que se cuenta con algunos núcleos de población próximos económicamente dinámicos, se produce el efecto de integración de núcleos más reducidos, es como una bola de nieve que arrastra a todos a constituir una zona “rural dinámica”, con una masa crítica de población y actividad económica diversificada. Y este hecho se repite con mayor fuerza en zonas como la periferia de Madrid, el valle del Ebro, la costa del Mediterráneo, las costas gallegas y asturianas, el interior del País Vasco y de Andalucía y las Vegas Bajas del Guadiana. Colaborando a esa heterogeneidad tenemos zonas que son polos de atracción de población, generalmente en la periferia peninsular, excepto en el caso de Madrid y unos pocos polos secundarios más en el interior[1]. Algunas de estas zonas “rurales dinámicas” e “intermedias” y los grandes núcleos poblacionales han incrementado su población, en buena parte debido a la inmigración extranjera que atrajo la buena situación económica y el boom inmobiliario previos a la citada crisis.
Pero la crisis nos trajo un parón en la inmigración y, como consecuencia, ésta ya no pudo compensar el crecimiento vegetativo negativo de la población. Posteriormente, superada (se supone) la crisis, el incremento de la inmigración ha sido moderado y, como ya he comentado anteriormente, no compensa los problemáticos parámetros demográficos que tenemos en España y por lo tanto la despoblación ha ido comiendo terreno como refleja el Mapa 3. En el caso concreto del mundo rural, si no se adoptan las políticas adecuadas, la población rural tenderá a disminuir de manera paulatina, aún en ausencia de migraciones campo-ciudad, como consecuencia del crecimiento vegetativo negativo que le viene afectando. A falta de esas políticas esto ocurrirá en las próximas décadas, siendo a mi parecer las zonas rurales profunda, estancada e intermedia las que se verán más afectadas. Sin olvidar que el resto del territorio a la larga se verá afectado también por el crecimiento vegetativo negativo de la población, su envejecimiento y la dificultad de relevo generacional.
[1] Efecto del desarrollismo, anticipado por Ramón Tamames en su libro “Estructura económica de España. 1960.

En mi opinión la errónea política de concentración industrial que propició la monarquía por lo menos desde el siglo XIX y que posteriormente continuó favoreciendo el General Franco, produciendo grandes movimientos migratorios hacia esas concentraciones, la falta de políticas que ayudaran a fijar la población de las zonas rurales a base de medidas que aseguraran una más justa distribución de los beneficios de la comercialización de su producción agrícola y ganadera y que evitaran los exagerados desequilibrios que se iban produciendo en las comunicaciones y en la distribución del tejido industrial, debían de haberse intentado corregir a partir de 1980, con la democracia ya al final del rodaje. Para ello la nueva Constitución de 1979, en principio, ofrecía un nuevo marco político que, por un lado iba a desembocar en la integración a la Comunidad Económica Europea (CEE), posteriormente Comunidad Europea (ya no sólo económica) y por fin UE desde el Tratado de Maastricht que entró en vigor el 2 de Noviembre de 1993[1] y, por otra parte, abría la vía hacia una descentralización política que, por la distribución de competencias y presupuestos, se iba a semejar a un sistema de federalismo cooperativo.
[1] “De la CEE a la Unión Europea”, Historias Siglo 20, 2019, http://www.historiasiglo20.org/HM/9-2c.htm

Respecto a la UE, la Federación de Española de Municipios y Provincias (FEMP), en un documento de acción redactado, quizás un poco tarde, por su comisión de despoblación en el año 2017, decía que el problema de la despoblación exigía “un sólido acuerdo de Estado contra la despoblación que debería armonizarse con una estratégica europea específica frente a los retos demográficos. En ese sentido, cabe recordar que el Acuerdo de Asociación para los Fondos Estructurales y de Inversión Europeos 2014-2020 ya incluía una referencia al Foro de Regiones Españolas con Desafíos Demográficos”[1]. Un instrumento político de armonización de la UE que se ha venido desarrollando desde hace un tiempo es la Política Agraria Común (PAC) pero, por el estado de la situación demográfica de buena parte de nuestro campo, parece que las ayudas recibidas mediante ese instrumento se han distribuido para favorecer más a grandes productores establecidos en zonas rurales que no se pueden considerar en situación de riesgo, que a favorecer la lucha contra la despoblación en las zonas rurales profundas y estancadas.
Tampoco la descentralización establecida por la Constitución ha resultado una solución efectiva. Se esperaba que este sistema, además de acercar al ciudadano la acción política mediante las competencias transferidas a los gobiernos autonómicos y locales, se iba a lograr un encaje equilibrado de territorios heterogéneos en muchos aspectos, en el marco de ese ideal federalismo cooperativo al que se debía haber parecido nuestro sistema autonómico. La realidad ha resultado ser otra, las tensiones centrífugas provenientes de unas regiones más que de otras sobre todo, pero también la falta de comprensión del verdadero significado de la cooperación y de la compartición de competencias, y la falta de responsabilidad del gobierno de la nación al transferir completamente algunas competencias que, por ser integradoras y vertebradoras de una nación, debería haber controlado más, han hecho derivar el sistema hacia un federalismo asimétrico plagado de desigualdades, deslealtades e incomprensiones. En definitiva, no se hicieron bien las debidas tres listas de competencias de un sistema medianamente cooperativo: las competencias centralizadas, las descentralizadas y las compartidas. Se ha llegado a un sistema de federalismo no sólo asimétrico, se ha alcanzado un sistema de mercadeo de competencias por increíbles y rocambolescos apoyos parlamentarios. Como consecuencia, en gran medida se ha perdido el reconfortante diálogo entre estructuras de gobierno en el sentido vertical y en el horizontal (entre gobiernos autonómicos) y la búsqueda de la convergencia, la cooperación y la solidaridad entre administraciones. En especial todo esto afecta a la política de ordenación territorial, completamente transferida, que debería ser sinónimo de cohesión a pesar de todo, y que tiene una influencia definitiva en los problemas de las zonas rurales, los servicios públicos y sus expectativas de futuro.
Como podemos ver estamos en una triste situación, sin atisbos de mejoría porque no hay nada nuevo bajo el sol, por lo oído en la última de las frecuentes campañas electorales (10 N de 2019) con las que nos entretienen. Bajo el sol de justicia, en ese gran espacio con las pulsaciones lentas al que Sergio del Molino llama España Vacía, las palabras vacuas y hasta ignorantes de nuestros políticos se diluyen, porque en realidad ni les interesa, ni saben de qué va. Los urbanitas salen de la ciudad al campo a disfrutar de los paisajes y la comida, a asombrarse de la extraña vida que se lleva en esos lugares, con costumbres tan distintas. Algunos, pocos, aparecen por allí con ideas y una cierta voluntad de ayudar, pero de los pocos menos son los que se quedan para compartir y cooperar en esos lugares tan necesitados de vida nueva. Pero claro, es que esos políticos que tanto beneficio sacan de los pocos votos de la España Vacía, gracias a la magia de la Ley Electoral, hecha a medida de la vieja UCD y bien aprovechada luego por PP y PSOE, pronto se enfrascan en su encasillada, urbana y aburrida (por lo aburridos que estamos los ciudadanos) vida política y se olvidan de dedicar parte de su tiempo de gestión a lograr el establecimiento de los servicios e infraestructuras esenciales que permitieran revitalizar esas zonas tan injustamente tratadas.
No se trata de convencer a la gente de los pueblos para que no los abandone, cada uno es muy libre de hacer lo que quiera con su vida. Por el contrario, se trata de llevar a cabo las medidas políticas necesarias para que, con racionalidad y eficiencia, se logren las condiciones adecuadas para que sea posible desarrollar proyectos de vida al margen de las grandes poblaciones. Se trata de facilitar el ejercicio de la libertad para elegir el tipo de vida que cada uno quiera llevar, pero claro sin necesidad de llegar a heroicidades ni estoicismos, por otra parte, muy loables.
[1] “Listado de medidas para luchar contra la despoblación en España”, COMISIÓN DESPOBLACIÓN FEDERACIÓN ESPAÑOLA DE MUNICIPIOS Y PROVINCIAS, abril de 2017, http://www.femp.es/sites/default/files/multimedia/documento_de_accion_comision_de_despoblacion_9-05-17.pdf
La silvicultura además de la repoblación pueden crear muchos puestos de trabajo y beneficios agrícolas en el mantenimiento de viveros, si se garantiza la compra del producto. Fomentar la creación de uniones de productores y la venta de cercanía en las ciudades.
Creación de suelo urbanizable o semirústico especialmente si están bien comunicados con las ciudades o centros algo industrializados.
Liberación de la rutas para tráfico de pasajeros. Los que tenemos en Andalucía (ALSA) son espantosos.
Muchas jóvenes se van por falta de servicios médicos, especialmente a la vista de tener hijos.
Muchas gracias por tu aportación. por supuesto que será tenida en cuenta.