Vaya por delante que no soy monárquico, nunca lo he sido, y puede que nunca lo sea. Aunque, vaya usted a saber. Pero, cuando me preguntan si, al abordar cambios en la Constitución del 78, aprovecharía para promover un cambio en la forma política del Estado, siempre respondo lo mismo:
Primero: El que España sea una Monarquía parlamentaria es el menor de nuestros problemas.
Segundo: Volver, como parece que algunos desean, a la figura de un presidente a imagen y semejanza de los de nuestra II República, sería tropezar dos veces en la misma piedra.
Tercera: No le veo grandes ventajas al optar por una forma similar a la de las repúblicas democráticas alemana o italiana, por ejemplo, en las que los poderes de los presidentes de república son tan limitados, aunque tengan un gran peso representativo y puedan ser figuras muy valoradas y respetadas.
Respecto al primer punto, no hay más que detenerse a observar con alguna atención y un mínimo espíritu crítico la situación política de España, para llegar a la misma conclusión que yo. Ni la partitocracia en la que se ha convertido la democracia a la que alude el Artículo 1 de la Constitución, ni el deficiente Estado social o la burla al Estado de Derecho contemplados en el mismo artículo tienen su causa en la Monarquía parlamentaria. Lo saben hasta los recalcitrantes y convencidos republicanos, pero lo callan. En cuanto a la segunda parte de mi habitual respuesta, y para no entrar en la que podría ser una interminable relación de hechos históricos, invito al repaso del no demasiado dilatado recorrido de las dos repúblicas de las que ha “gozado” España y comprobar que los presidentes de república no fueron precisamente un ejemplo de proceder, ni piezas clave en cuanto a la estabilidad política se refiere. Centrándonos en la II República, al presidente de ésta, además de firmar y promulgar las leyes aprobadas por el Parlamento, se le arrogaba la facultad de nombrar y separar libremente al Presidente del Gobierno y de intervenir en la formación y censura del Ejecutivo. Incluso podía designar al jefe del ejecutivo sin que éste tuviera garantizados los apoyos parlamentarios necesarios para asegurar mínimamente la gobernabilidad, cosa que ocurrió alguna que otra vez. El Parlamento no tenía un papel real en la formación de gobierno, sólo en el caso de que la Cámara retirara la confianza al gobierno, el presidente de la república debía obligatoriamente destituir al Ejecutivo. El presidente de ésa segunda república también podía suspender y disolver las Cortes, según su exclusivo criterio.

En comparación con todas estas prerrogativas, que tantos problemas causaron, las que en la actualidad tiene nuestro Jefe del Estado le mantienen en un “limbo”, dorado si se quiere, pero limbo al fin y al cabo, desde el que poco, o muy poco puede influir en la política nacional. Según la Constitución, en su Artículo 56, el Rey es símbolo de la unidad y permanencia del Estado, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales. Es decir, en román paladino, no tiene ninguna capacidad ejecutiva, es más sus actos deben estar siempre refrendados en la forma que establece en el Artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo. Este hecho hace descansar sobre el Jefe del Ejecutivo toda la responsabilidad de gobierno y sobre las Cortes la actividad legislativa y de control del ejecutivo, sin intervención del Jefe del Estado, no como ocurría en la II República, en la que las disputas entre partidos alcanzaban hasta la presidencia de la república misma.



Finalmente, las capacidades de presidentes de república, como el caso del alemán, tampoco son tan diferentes de las del Jefe del Estado de las monarquías parlamentarias. Por ejemplo, el Presidente Federal en Alemania tiene que firmar las leyes antes de ser publicadas para su entrada en vigor. Él puede negarse a firmar una ley si duda de su constitucionalidad pero, en ese caso, tanto el Parlamento como el Senado y el Gobierno Federal pueden apelar al Tribunal Constitucional para que resuelva el conflicto. Una vez resuelto, si el Tribunal Constitucional decide que la ley es constitucional, el Presidente Federal tendría que firmarla o bien dimitir. Por lo que hace a la disolución del Parlamento Federal, solo puede hacerlo en dos casos bien definidos y no por exclusivo criterio: si ningún candidato a Canciller Federal consigue la mayoría absoluta tras tres votaciones, en cuyo caso puede designar un al candidato más votado, aunque tenga que gobernar en minoría, o bien disolver el Parlamento y convocar nuevas elecciones; también puede disolver el Parlamento si el Canciller Federal pierde una moción de confianza.
Como se puede ver, el Presidente Federal de Alemania cuenta con unas prerrogativas no muy diferentes de las de un Rey en una monarquía parlamentaria. En nuestro caso el Rey, tras la elecciones legislativas, presenta al Congreso de los Diputados al candidato a Presidente del Gobierno que cuenta con mayores posibilidades de obtener su aprobación. Y, en el caso de no llegarse a un acuerdo parlamentario para investir al Presidente de Gobierno, se entra en un proceso fijado legalmente, en el que el Rey no interviene más que siguiendo el procedimiento que le marca la ley sobre disolución de las Cortes, convocatoria de nuevas elecciones y propuesta de nuevos candidatos. En definitiva, no hay grandes diferencias.
Sin embargo, sí que la hay en cuanto a la posibilidad de negarse a firmar una ley en caso de la existencia de dudas razonables de su constitucionalidad. En el caso de Alemania si se concede esa posibilidad al Presidente Federal, aunque a la postre, tras sentencia de su Tribunal Constitucional, deba firmarla o dimitir. Lo que me parece lógico es que a nuestro Rey se le otorgara una posibilidad similar, que podría consistir en permitirle una consulta previa al Tribunal Constitucional o a la hipotética Sala de lo Constitucional del Tribunal Supremo (como sería mi deseo). En el caso de que dicho órgano de justicia constitucional determinara la constitucionalidad de la norma, el Rey debería sancionar, promulgar y ordenar su inmediata publicación. Sin embargo, en caso contrario, el Rey podría negarse a firmar la ley declarada inconstitucional. Con este procedimiento se ganaría en dos aspectos: por un lado el Rey quedaría a salvo de promulgar algo sobre lo que le podía caber la duda de su constitucionalidad y, por lo tanto, poner en riesgo su prestigio y neutralidad; y por otro nos ahorraríamos tiempo por tener que esperar a los posibles recursos de inconstitucionalidad que pudieran presentar grupos parlamentarios, partidos o quien fuera. De esta manera, además, se podría evitar, en gran medida, la mala costumbre de modificar la Constitución por la vía de “desarrollo legislativo”. Aunque, al menos de momento, no podríamos evitar la de “la interpretación del Tribunal Constitucional” porque, como en el caso de la Fiscalía General del Estado, ya saben de quien depende. Pero tiempo habrá para corregir todos estos “pequeños defectos” de nuestra norma suprema.
En España hay muy buenos juristas. Así como personas de alto nivel intelectual, que conocen todos los mecanismos del Estado, y qué tendrían que propiciar los cambios necesarios en la C.E. actual, para corregir los equívocos, que nos han llevado al desastre actual. Teniendo en cuenta que cada Nación, es diferente, la pregunta qué hago al sr. LUIS BAILE es: ¿Podríamos acudir al derecho comparado, para mejorar la Constitución de 1978 ?